Actividad # 1 Lectura Mayo 14,15/12 (trabajo en clase)

LA BARBERIA

Por José Manuel Groot

 

Pinté un cuadro de barbería, y voy a describirlo con todos sus pormenores, agregándole algunos otros episo­dios para mejor inteligencia de las costumbres de nuestros rapistas, que a buen andar van desapareciendo con los resplandores de las barberías francesas y la moda de las barbas. Pero antes permítame el lector echar una mirada retrospectiva sobre los peluqueros de los tiempos aristo­cráticos de coleta y bucles; pues no será razón que se pierda la idea de sus costumbres.

Eran éstos unos hombres formalotes y bien criados, por el roce que tenían con las barbas de los grandes, que con toda su aristocracia no se desdeñaban de conversar con ellos, y antes les buscaban el pico, para que los entre­tuvieran mientras les hacían la barba y los peinaban. Con pintar al maestro Lechuga, habremos dado el tipo de todos ellos.

Tenía tienda en la calle del Chorro de la Enseñanza (aunque entonces no había chorro, sino enseñanza, que ya no hay), bien limpia y esterada; con canapé y sillas de guadamacil; mesa con escritorio de carey, para guardar­los instrumentos del oficio; las paredes estaban adornadas con grandes estampas de la historia del hijo pródigo cuadro de la Virgen con marco dorado y espejo de luna verdosa con marco de talla. Una cabeza de palo para amoldar pelucas y el telar para hacerlas, ocupaban lugar sobre otra mesa más pequeña; y en fin, el mollejón a un lado de la puerta, la cual tenía sus dos abras de bastidores con celosía, pintadas de verde.

Era el maestro Lechuga peluquero de los virreyes, con quienes departía familiarmente, sin que por esto dejara de ser muy patriota desde el 20 de julio y luego acérrimo partidario del Presidente Nariño; es decir pateador, anticarraco y enemigo de los socorreños.

El maestro Lechuga era hombre de edad, alto y amoja­mado, cotudo, de gorro almidonado y casaca de paño blanco, capa blanca, calzón corto con charnelas, medias blancas de la tierra y zapatos con hebilla de cobre. Como todos los de su oficio, cuando iba a peinar a las casas, cargaba terciada como carriel bajo la capa, una grande bolsa de badana blanca en forma de morcón de manteca, donde iban los polvos de almidón y la borla de polvorear, que no era de pechuga de pato, sino de pabilo. En los grandes bolsillos de su casaca iba la chácara de badana colorada, con varios senos que guardaban las navajas, ti­jeras, peines, lancetas, fierro de rizar y gatillo de sacar muelas; porque entonces los barberos eran sangradores, sacamuelas y ventoseros, cuando las ventosas eran sajadas y los ventoseros no conocían sanguijuelas, cuya operación hacían con la navaja de barba. La jabonera, hisopo y marrones de alambre iban en otro bolsillo.

El maestro Lechuga y el Patazas eran los más afama­dos para peinar mujeres; ¡y cuidado, que eso tenía obra! No se peinaba una dama, para visitar a la virreina o ir a baile, en menos de tres o cuatro horas, y el peinado costaba una onza. Quienquiera formarse idea de estos peinados lea en Quevedo el romance de los gatos, que peleando en un tejado, vinieron rodando a dar sobre el peinado de una dama que a este tiempo pasaba por la calle y no los sintió, aunque siguieron la gresca encima.

Nunca olvidaré que a pocos días del 20 de julio, al maestro Lechuga debí la independencia de la coleta, que tiranizaba mi cabeza. Era el peluquero de casa, y como desde aquella gloriosa fecha se proscribió el peinado es­pañol y se adoptó el de pelo corto, introducido por Bonaparte en Francia, mi padre se hizo cortar la coleta y mandó ejecutar la misma sentencia sobre la mía. Era la coleta un moño largo de menos de una cuarta y tan grueso como una longaniza, el cual se hacía de un mechón largo de pelo que se dejaba en la nuca. Este se sobaba con alguna pomada, o con sebo, y luego dándole dos o tres dobleces, se iba envolviendo con un cordón de pabilo muy apretado, y hecho esto, se envolvía comotango de tabaco con una cinta negra.

Este diablo de colgajo fastidioso caía sobre la espalda, y a lo que uno volvía la cabeza para un lado u otro, le azotaba por el opuesto. La libertad de la coleta, que trajo consigo la del coleto, no se ha apuntado entre las con­quistadas con la revolución del 20 de julio, y yo, por mi parte, quiero remediar la omisión, bendiciendo la tijera libertadora del maestro Lechuga, y ruego a Dios no per­mita que a los peluqueros franceses se les antoje resucitar la coleta, porque protesto no entrar por la moda aunque todos se vuelvan coletudos.

Después, en los tiempos de la patria, los barberos y las barberías tomaron un carácter más democrático, aun­que conservando siempre cierta originalidad tradicional.

Todos habrán conocido la barbería del maestro Juan situada en una tienda de la calle de la Puerta Falsa, o falseada, de Santo Domingo, bajo el edificio de la antigua Universidad Tomística que tantos y tan buenos doctores dio a la patria, cuando estuvo para expirar, en virtud de la nueva ley de estudios que creó la Universidad Central. A esta tienda solía yo ir a cortarme el pelo: porque en cuanto a las barbas, nunca me las he dejado manosear de otro; yo mismo me las pelo; mas no por miedo de que me degüellen, porque esto se queda para los hombres grandes que se han dado a querer de todos y temen que los echen antes de tiempo para el cielo.

En uno de estos días en que fui a que el maestro Juan me cortara el pelo, lo hallé afeitando a un orejón, cuyo caballo flaco y espeluznado estaba a la puerta, cabizbajo y medio dormido, cogido del cabestro que entraba a la tienda por debajo de los bastidores de la puerta y servía de saltadera a los transeuntes, que no se atrevían a pasar por las patas delmocho dormilón.

Yo entré y me senté en una silla de vaqueta de tres, renegridas y lustrosas, que el maestro tenía para el oficio.

El campesino a quien afeitaba era un hombre fornido y colorado, cerrado de negra barba y cejijunto, de edad como de unos cuarenta años; de ruana colorada guasqueña, sombrero con funda de hule, el que tenía en el suelo al pie de la silla, y entre la copa el pañuelo de atarse la ca­beza; zamarros de cuero colorado, alpargatas y grandes espuelas. El hombre estaba como preso entre los brazos de la silla y las vueltas de un paño que tenía cobijado por encima de la ruana; con la cabeza tiesa y echada para atrás contra el espaldar de la silla. Volvió los ojos para saludarme con un monosílabo gangoso, a tiempo que el maestro le tenía cogidas las narices con los dedos, y se las tiraba hacia arriba para raparlo sobre el labio superior.

Acabada la rapadura, cogió el maestro las tijeras y empezó a cortarle los pelos de las narices, como quien hace el oído a los caballos, lo cual iba ocasionando una avería, porque habiéndole hecho una cosquilla, dio un estornudo que por poco se le entran las tijeras hasta el entendimiento. Después echó agua en la bacía de lata y, aplicándosela bajo de la barba, empezó a lavarle toda la cara con la mano; operación que hacía cerrar los ojos al orejón, aguantar el resuello y apretar los labios, como si temiera tragar alguna gota de agua que se le entrara por la boca, cosa que nunca había entrado por aquel guargüero.

Acabado el lavatorio, le enjugó la cara con la punta del paño, alcanzó el peine, le sentó las patillas y el pelo, que estaba ya cortado, le desenvolvió el paño y le puso en la mano el espejito que descolgó de la pared para que se viera. El hombre lo cogió, sin levantarse de la silla, se estuvo mirando atentamente un lado y otro de la cara, tentándose en algunas partes, como para percibir por medio del tacto de aquellas manazas encallecidas con el trabajo de la barra y el rejo, si habrían quedado algunos pelillos sin rasar. Paróse y, entregando el espejo al maestro, se pasó la mano por la cara y con aire chancero dijo: «ahora sí estamos buenos mozos». Alzó luego el pañuelo que estaba en la copa del sombrero, desató la lazada y, cogiéndolo en las dos manos, se lo aplicó por la mitad en la frente, y dándole vuelta a las puntas hacia atrás, apretó bien, echó nudo, alzó el sombrero y se lo puso, bajando el barboquejo. El maestro daba vueltas arrimando cosas y echaba el ojo a ver cuándo venía la paga, y en­tretanto el orejón, echándose la ruana al hombro, metió la mano al bolsillo del chaleco, sacó un real y se lo dio al maestro, quien, diciéndole: «gracias», reparó si sería falso y lo echó al cajón de la mesa entre una petaquita. Mien­tras yo me quitaba la corbata y me acercaba a la silla en que me habían de pelar, el orejón recogía el rejo del ca­bestro y tomaba el arreador que estaba engarzado en el palo de la silla. Luégo, cogiéndose el ala del sombrero con tres dedos, se despidió de nosotros con una risueña cortesía y salió para la calle arrastrando las espuelas. El mocho se despertó, paró las orejas y dio un bufido a tiempo que el amo ataba el cabestro; hecho lo cual, re­quirió las cinchas, dio un golpe sobre el asiento de la silla, cogió la rienda y el mechón de la crín, se santiguó, puso pie en el estribo, se horqueteó con garbo y, volviendo riendas, picó al pasito por toda la calle de San Juan de Dios abajo.

Salimos del orejón; y el maestro se puso a recoger las mechas que habían quedado por el suelo; salió a la calle, las echó al caño, se sacudió una mano con otra, miró para arriba y para abajo, volvió a entrar y me dijo:

-Ahora sí, señor, vamos a ver; que ya estamos des­ocupados.

Y tomando una silla que estaba arrimada a la pared, apartó la que había servido al otro marchante, diciéndome:

-No es bueno sentarse en asiento que otro haya ca­lentado, porque no sabe uno qué humores pueden pe­gársele.

-La precaución es buena, le dije; pero yo no tengo recelo de las gentes del campo, que son muy alentadas.

-Eso era en antes, me replicó; pero ahora no hay que fiarse, porque los malos humores se han regado por todas partes, y no hay guayabas sin gusanos.

Reíme y me senté. El maestro entró a una especie de alcoba que tenía formada de bastidores de lienzo, y de entre una caja de nogal sacó un paño de bogotana que desdobló, sacudió y me ató al pescuezo con unos hila­dillos. Tomó los instrumentos y empezó a meterme tije­retazos. Yo callaba, y él rompió el silencio en que está­bamos y empezó a hablarme de cosas políticas, ciencia a que son muy aficionados los barberos; y debe de ser por lo que conversan con los funcionarios públicos, que gustan de oírlos mientras están afeitándolos; y muchas veces les son útiles las buenas relaciones con estas gentes principalmente en tiempo de elecciones. Yo le contestaba una que otra cosa, siempre en el sentido que le gustaba, porque siguiera conversándome, mientras me divertía observando, ya su figura cuando se me ponía por delante esparrancado y hecho un arco con sus calzones y chaqueta de listado y alpargatas no muy limpias; ya las demás cosas que se presentaban a mi vista y que para mí, que soy aficionado al género de costumbres, eran verdaderos objetos de observación.

Había entrado poco antes y sentándose en una de las sillas, un viejo de estampa pobretona, pero de aire no vulgar, narigón, flaco y amoratado, la cabeza bien poblada de pelo cano y largo, peinado para atrás; ruana azul, cal­zón de género blanco, alpargatas y un sombrero de fieltro sin cinta, algo agujereado, como que había servido de aviso de cometa. Por la confianza con que se sentó y sacó del bolsillo un burujo de trapos, aguja e hilo para remendarse la rodilla de los calzones que llevaba rotos, inferí que era de los tertulios del maestro; y así era la verdad, porque luego se puso a conversar con él sobre cierta cuestión suscitada en la gallera el domingo pasado con motivo de una pelea de gallos empatada, en que cada uno pretendía haberla ganado, como la acción del 13 de junio en Usaquén.

A esta conversación atendía un muchacho medio patojo que, parado junto al mollejón, asentaba una navaja. De­trás de una abra de la puerta había un poyo de hornilla para calentar el chocolate, lo cual estaban contando la olleta, molinillo y fuelles que allí había. Al pie del poyo estaba amarrado un gallo atusado que cantaba, aleteaba y gorgoreaba que era un contento.

En las paredes, pintadas con friso de Corpus, había clavadas con tachuelas, diversas estampas de periódicos y de totilimundis, con más algunos retratos de generales. En una testera estaba colgado el espejito con marco de lata, un cepillo y dos bacias. En las rinconeras y envigado del techo se desplegaban grandes telarañas que se batían de cuando en cuando con el aire que entraba por la puerta.

Mientras que el maestro hacía su oficio, yo reparaba todo esto y veía por entre la celosía de los bastidores la gente que pasaba por la calle. Concluída la operación, el maestro tomó un cepillo y me lo pasó por la cabeza, so­plándome el pelo que se había pegado por detrás de las orejas. Luego me peinó con agua las caídas y el copete, y me alcanzó el espejo con aire satisfecho. Yo me miré, le di su real y le dije.

-Muy bien, maestro

Al cabo de un mes, se abrió la primera peluquería fran­cesa por Mr. Lion en la Calle de los Plateros, y yo fui allí un domingo a cortarme el pelo, más por dar gusto a la gente femenina de casa que se empeñó en ello, que por otra cosa; y figúrese el lector cómo me quedaría después de acostumbrado a la barbería del maestro Juan, al hallarme en una famosa antesala, con sofás, taburetes extranjeros, mesas de caoba, cortinas, etc. y unos cuantos cachacos de gran tono y de bastante buen humor para reírse de verme a mí en medió de todos ellos, haciendo el papel de joven a los cuarenta y tantos años. Sin duda que ellos creyeron que esas eran mis pretensiones, igno­rando el motivo que me había impelido a ir allí.

Habían dado las doce del día, y como eran tantos y se les iba llamando por medio de un sirviente, según el orden en que habían entrado, calculé que tendría que estarme entre semejantes criaturas por lo menos hasta las dos de la tarde, y así sucedió. La retirada no me era honrosa, aunque hubiera podido hacerla; y así resolví aguardar con paciencia, hasta que me llegara el turno de ser introducidoa la sala del despacho, donde Mr. Lion meneaba la tijera y cogía pesos que era gusto, pues tal era la afluencia que causaba la novelería.

Al fin tuve la fortuna (porque por tal se tenía), de poner mi cabeza en manos de Mr. Lion, quien entre perfumes y randas me peló y peinó a las mil maravillas, haciéndome ciertos rizos con el fierro, como entonces se usaba. Le­vantado del sillón de tafilete y quitados los paños, me puso frente a un grande espejo donde me vi los rizos, que me dieron risa, y dije: «ahora sí que se diviertan conmigo los cachacos al salir». Díle mi peso al monsieur y salí para la antesala, como si fuera a atravesar por entre una candelada; pero por fortuna había muy pocos y entre ellos estaba un conocido, que haciéndose el admirado, me dijo:

-¿Con que usted también por aquí?

Esto me proporcionó ocasión para decirles en qué ha­bía consistido el verme allí, para que no creyeran que todavía estaba yo pensando en parecer bonito.

Salí, pues, de la barbería francesa, haciendo compara­ciones con la barbería granadina, y me alegraba la idea de que el estímulo habría de hacer con este oficio como con los otros, que en vista del modo de trabajar de los extranjeros, se han mejorado, en términos de competir nuestros talleres con los mejores de aquellos.

 

 

ACTIVIDAD MAYO 14,15/12

“LA BARBERIA”  JOSÉ MANUEL GROOT

VOCABULARIO

Buscar el significado de las siguientes palabras

 

Rapistas, Retrospectiva, Coleta, Bucles, Formalotes, Canapé, Guadamacial, Carey,  Mollejòn, Abras, Celosìa, Acérrimo, Anticarraco, Socorreños, Amojamado, Cotudo, Casaca, Charnelas, Badana, Morcón, Borla, Pabilo, Chácara, Ventoseros, Sajadas, Sanguijuelas, Hisopo, Proscribió, Sebo, Tango, Colgajo, Degüellen, Cabestro, Renegridas, Cejijunto, Guasqueña, Zamarros, Alpargatas, Gangoso, Rapadura, Bacía, Guargüero, Rasar, Paròse, Chancero, Mozos, Lazada, Barboquejo, Petaquita, Cabestro, Arreador, Engarzado, Espuelas, Bufido, Cinchas, Santiguó, Horqueteó, Garbo, Orejón, Mechas, Marchante, Humores, Recelos, Bastidores, Ató, Hiladillos, Pescuezo, Esparrancado, Estampa, Amoratado, Fieltro, Burujo, Trapos, Tertulias, Suscitada, Gallera, Patojo, Mollejó, Olleta, Molinillo, Poyo, Atusado, Gorgoreaba, Friso, Corpus, Totilimundis, Testera, Bacias, Impelido, Randas, Tafilete.

 

Actividad # 2 Mayo 14,15/12

  1. Consultar la biografía de José Manuel Groot.
  2. Realizar una línea de tiempo con los datos más importantes del autor.
  3. Consultar: las características históricas y sociales del siglo XIX en la Bogotá de esa época

Actividad · 3 Mayo 16/12

Todos los estudiantes deberán llevar el libro "Futuros peligrosos" para hacer lectura en clase.

Actividad # 4 Mayo 17/12

  1. ¿cuáles eran los límites de la ciudad?
  2. ¿Cómo era la movilidad en Bogotá?
  3. Explique ¿cómo era el tranvía?
  4. ¿cuál era el nombre de la carrera séptima?
  5. ¿Cómo era la arquitectura del Siglo XX?
  6. ¿Cuántos habitantes habían en ésta época?
  7. ¿Qué era el paseo bolívar?
  8. ¿Cuáles parroquias nombran en el video?

Consultar: 

  1. Neoclasicismo (definición, antecedentes, rasgos fundamentales y representates)
  2. Romanticismo (definición, antecedentes, rasgos fundamentales y representates)