RESEÑA: TODOS PERDIMOS Semana 8 al 12 de julio/13

TODOS PERDIMOS

Sumas y restas
Una película de Víctor Gaviria

LA MUERTE PRESIDE Sumas y restas, la última película de Víctor Gaviria. Desde la primera imagen, un entierro, hasta la secuencia final, un asesinato, que culmina con los estertores del ultimado y con el primer plano de la cara de quien ha sido uno de los cómplices del crimen, la película narra la tragedia de una sociedad subyugada por la ambición del dinero y marcada a hierro vivo por la muerte.
La anécdota es sencilla, elemental: Santiago, un hombre joven, paisa, despierto, ingeniero constructor, de clase media, casado, busca hacer plata con negocios de propiedad raíz, vendiendo lo que ha construido con gran esfuerzo, pero se enfrenta a la iliquidez. No sabe qué hacer y pide plata prestada a su padre para sacar adelante su negocio. Su padre no tiene cómo ayudarlo. Santiago se niega a vender sus apartamentos a gente de origen turbio que pretende canjeárselos por kilos de cocaína. Una noche El Duende, un amigo de infancia, jovial y maravilloso, le presenta a Gerardo, el hijo de un antiguo empleado del papá de Santiago. En esa noche de rumba se hacen amigos y planean construir un edificio en un lote de propiedad de Gerardo que funciona como oficina y parqueadero. Entre Gerardo y Santiago nace, primero, una complicidad de rumberos, y luego una suerte de sociedad tácita en la que Santiago le entrega un camioncito a Gerardo para que lo alquile o utilice para transportar carga y volverlo rentable. Pero Gerardo pone el camión al servicio de su negocio de producir cocaína, y cuando Santiago se entera y se emputa por este abuso de confianza, Gerardo le tapa la boca con toneladas de plata. Ante la plata contante y sonante, la ambición de Santiago florece. Los negocios —la cocaína, la construcción— van viento en popa. Pero el hermano menor de Gerardo, su ñaña, muere asesinado por una trivialidad de machos paisas y Santiago no va al entierro. Santiago cae en desgracia ante Gerardo. Además, un cargamento de coca que han vendido a otro traqueto paisa se vuelve chicle al llegar a Estados Unidos y éste reclama airado que le devuelvan la plata; y el trapiche, lugar donde cocinan la cocaína, cae en un operativo antinarcóticos y Gerardo manda a Santiago a negociar con los «tiras». Es una trampa: Santiago es secuestrado junto con el dueño del trapiche. La familia de Santiago, su mujer, su padre, entregan todo lo que tienen para negociar su libertad. Santiago pierde todo. Al quedar libre, Santiago «vende» a Gerardo y se confabula para asesinarlo. Al final, triunfa la venganza, ya que no la justicia, y vemos el rostro de Santiago, el rostro de alguien que ya nunca podrá ser el mismo, solo, desamparado; el rostro de alguien que lo ha perdido todo, los bienes materiales, la dignidad, la razón de ser; el rostro de un joven paisa de clase media que ya ni es joven ni es de clase media ni es nada. Ahora es el despojo de lo que fue, ahora se ha convertido en una víctima, pero también en un asesino por necesidad, por rabia. Ahora su rostro es el de alguien sin por qué ni para qué. 
Sumar y restar, operaciones contables, de negocios; una columna a la izquierda y otra a la derecha para llevar las cuentas, y el saldo, hechas todas las sumas y las restas, da en rojo. La quiebra total. Pero no sólo se trata de la quiebra de Santiago, y la de Gerardo, y la de todos los personajes de la película, sino la de toda la sociedad. Todos perdimos. 
Después de Rodrigo D. No futuro, y de La vendedora de rosas, películas cuyo tema son los seres marginados de Medellín, jóvenes de las comunas nororientales de la ciudad, en la primera, y niñas y niños de la calle, en la segunda, Víctor Gaviria amplía el radio de su radiografía de la sociedad colombiana —Medellín es Macondo— para darnos una visión cruda y brutal de lo que fue y es el fenómeno del narcotráfico: un cáncer que lo ha carcomido todo, empezando por eso que tradicionalmente llamamos valores y sobre los que supuestamente está construida la sociedad: todo vale para hacer dinero, para sumar y restar; es decir, ahora todo vale nada.
En Antioquia existe un viejo dicho familiar que reza más o menos así: «Haga plata honradamente, mijo, pero si no puede honradamente, haga plata, mijo». De donde se deduce que el dinero es Dios, es decir, el fin último de todas las cosas, y ahora, como el narcotráfico lo produce por montañas, el narcotráfico es el nuevo dios.
Víctor Gaviria pone el dedo en la llaga, y duele. Como en sus anteriores películas, el director no toma partido, ni saca conclusiones, ni hace moralejas ni discursitos a favor de la caridad o de las buenas costumbres. Pero a diferencia de sus dos primeras películas, en la que los seres que las protagonizan nos conmueven por su indefección, por su desamparo, por la trágica inocencia con que viven y padecen sus destinos, en ésta los que estamos indefensos somos los espectadores: esa historia que estamos viendo es la historia de todos nosotros, es la historia de una sociedad que le vendió su alma al becerro de oro del narcotráfico, es la historia de la complicidad que hemos tenido, no con el dinero fácil, porque el dinero del narcotráfico tampoco es fácil de ganar, sino con el dinero a secas, con su ilimitado y corrupto y sangriento poder.
Por eso en esta película no hay buenos ni malos ni héroes. Y, por supuesto, su retórica está lejos de la moral al uso que pregona: «Nosotros, los buenos, estamos en guerra con los malos». Cuando una sociedad como la nuestra sufre un cáncer de tan tamañas proporciones, cáncer que afecta a todos los órganos de la sociedad (el Estado, la política, la justicia, la economía, los industriales, los empresarios, los comerciantes, los medios, los militares, los policías, los guerrilleros, los paramilitares, los estratos altos, medios, bajos y nulos, los habitantes de la ciudad y del campo), no es posible hacer distinciones. No puede el hígado alegar que el cáncer que mató a fulano de tal hacía su trabajo en los pulmones; cuando fulano de tal murió su cadáver fue enterrado con hígado y con pulmones y con cerebro y hasta con el alma. Así la sociedad colombiana.
Todo lo anterior para hablar de la pertinencia del tema y de la forma como lo ha tratado Víctor Gaviria. No se puede decir, como afirman muchos, que el tema del narcotráfico ha sido manoseado hasta la saciedad en el cine colombiano, y que qué jartera ver otra película con el mismo tema. Rosario Tijeras y El Rey, para no hablar sino de las dos más recientes sobre narcotráfico, son películas decentes, digamos, bien contadas; algo almibarada la primera, con su look de comercial de publicidad, y el pornoengaño de la figura de la sicaria capaz de arrastrar con su embrujo sexual a más de un millón doscientos mil espectadores a las salas de cine en Colombia, y carente de envergadura y de calado la segunda.
La violencia, el narcotráfico, la guerra, la corrupción, la miseria, el horror, son y serán los temas que atraen y siguen obsesionando a las inteligencias y sensibilidades más agudas de entre nosotros. El cine, por fortuna, no es la televisión, y aunque para su desgracia Víctor Gaviria siga perdiendo plata con sus películas, no habrá perdido el tiempo, y a medida que pase el tiempo nuevos espectadores habrán de reconocer la calidad de su visión descarnada, que ni elogia ni condena, y que logra quintaesenciar de manera tan rotunda y poética los males que nos aquejan.
Un comentario más amplio merecen las otras virtudes de la película: la construcción de los personajes; el trabajo con y de los actores que logran darles vida a seres singulares que exudan a la par alma y bilis por todos los poros; el carácter casi documental de la narración; la verosimilitud de la puesta en escena; el amor por los detalles únicos que ponen de relieve una manera de ser, una cultura, una época; el habla y los giros idiomáticos de la antioqueñidad, sonsacados a punta de esfuerzo a los actores, a los conocidos, a los amigos, a los investigados, a los de más allá; el guión, hecho y deshecho innumerables veces y construido en realidad por un coro de voces instrumentado de manera empecinada y terca por el director; el afán de mostrar el otro lado de la moneda de un negocio que nos ha sido contado muchas veces por el cine hollywoodense con sus villanos de cartón piedra y sus héroes de silicona. 
En suma, hay que agradecerle a esta película que nos cuente una historia sin alardes, en un tono que podríamos llamar menor —porque carece de grandilocuencias—, seco, directo, sin ambages; y que nos permita asistir y ver, cómodamente sentados desde las butacas de nuestra insensibilidad e indiferencia, el drama y la ruina de estos seres —y de esta sociedad— que carecen de grandeza.

—ALBERTO QUIROGA

http://revistanumero.net/2006/47/rese.htm